Oscar García
Al
salir del aeropuerto me recibió una muchacha que hablaba muy bien el español.
Me dijo que se llamaba Karin, que me había estado esperando un buen rato y que había
dejado el coche en el estacionamiento. Salimos al frío. Yo me sentía muy alegre
y animado, a pesar del largo viaje. Por fin respiraba el aire nórdico. Suecia
no era tan fría como pensaba. Pero solo estábamos en septiembre. En diciembre seguramente
vería la nieve.
Karin
condujo el coche por carreteras desoladas, atravesando bosques oscuros que me
recordaron la famosa historia de Hansel y Gretel. Me sentía como en un sueño. La
conductora casi no hablaba y a mí tampoco se me ocurría nada que decir. ¿Qué
iba a decir? Me bastaba con observar. Todo era nuevo para mí, todo era interesante.
Llegamos
al campamento. Karin me llevó directamente a un apartamento y ahí me dejó. Sin
embargo, pronto apareció otra mujer. Me sorprendió que ella también hablara tan
bien el español. Ann me mostró el pequeño apartamento donde yo iba a vivir. El
lugar tenía todo lo que podía necesitar. Incluso había comida en el refrigerador
y en la alacena. Ann era alta y guapa. Me contó que estaba casada con Manuel, un
español a quien no pude menos que envidiar. Además me dio información general sobre
el campamento. En cuanto me entregó la llave y se fue, me tiré en la cama, sin
quitarme la ropa ni los zapatos.
Llamaron
a la puerta. Cuando abrí los ojos no sabía dónde estaba. La luz de una lámpara
que colgaba del techo me cegaba. Me vi en una cama arreglada y no reconocía
nada. ¿Dónde estoy?, pensé. ¿Acaso estoy soñando? Paredes empapeladas, una gran
ventana, un gavetero... De repente recordé todo: el aeropuerto, Karin, el viaje
en coche, el bosque, Ann y el apartamento. Me encontraba en Suecia, por
supuesto. Era un refugiado que estaba por comenzar una nueva vida. Entonces
salté de la cama y corrí hacia la puerta. El timbre sonó una vez más antes de
que lograra llegar. Abrí con rapidez.
―¡Hola!
―me dijo en español un hombre de cabello negro―. Me llamo Manuel. Soy el marido
de Ann.
Manuel
me tendió una mano sincera y yo se la estreché. Me pareció simpático. Ojos
bondadosos y pantalones vaqueros.
―¡Hola!
―le dije―. Sebastián. Pase adelante.
Él
entró al apartamento pero ni se sentó. Solo me quería saludar, me dijo, y
aconsejarme que no me durmiera todavía.
―Es
demasiado temprano ―me explicó―. Para ti es tarde; pero para nosotros es
temprano. Si te duermes ahora vas a despertar a media noche y mañana te vas a dormir
a medio día. Y así sucesivamente. Lo mejor es que aguantes ahora.
Fue
agradable conversar un rato con él. Por lo visto, yo no era el único inmigrante
en Suecia. Cuando se fue saqué las cosas de mis maletas, solo para tener algo
que hacer y no quedarme dormido. Después de un par de horas me dio hambre y
decidí preparar algo de comer. Freí un huevo y algunas rodajas de un salchichón
que parecía pene de burro. Pan no había. Solamente encontré unas galletas
cuadradas que parecían tablas y sabían a madera.
El
campamento era un mundo cerrado y tranquilo que estaba en un barrio apartado.
Alrededor había solamente bosque, donde se veían urracas y cuervos. Un caminito
asfaltado lo conectaba con el centro del pequeño pueblo, por donde pasaba una
carretera que conducía a la ciudad. Yo no sabía cómo ir ahí. No veía autobuses
por ningún lado, nada que recordara a una terminal. Nada de ruido, nada de humo,
nada de vendedores ambulantes.
La
primera vez que visité el pueblo fue un poco especial. Fui al supermercado a
comprar algo con el dinero que me habían dado en el campamento. Era un suma
pequeña pero suficiente que me darían cada mes mientras viviera ahí, para comprar
comida, jabón y otras cosas básicas. Eché a andar por el caminito asfaltado con
una sonrisa en los labios. Era una bella mañana de septiembre. El aire era
limpio, el sol brillaba y los pájaros cantaban. No llevaba prisa. ¿Para qué
caminar rápido? ¿Para qué estresarme? Este era uno de los mejores momentos de
mi vida.
A
medio camino me encontré con una pareja de árabes que observaban un árbol. Estábamos
en la misma situación. Habíamos encontrado refugio en la lejana Suecia y aquí íbamos
a empezar de nuevo. El hombre me miró y señaló hacia el árbol. Vi entonces a una
ardilla cobriza que dio tres saltos y luego se puso a comer algo. Qué graciosa
era. Les sonreí a los árabes y les dije adiós con la mano. Ahora teníamos otra
cosa en común: habíamos visto un animal del paraíso.
El
centro del pueblo eran solo dos calles y una plaza. De inmediato noté que ninguna
mujer cargaba a su hijo en brazos, como solían hacerlo en mi país. Aquí había
que tener cuidado para no ser atropellado por alguno de los tantos cochecitos
que circulaban. Mis ojos se prendieron luego de un hombre que pasó a toda
velocidad en una silla de ruedas. Nunca había visto cosa semejante. La silla se
movía sola. Parecía una nave espacial, con palancas y todo. Eso me hizo
recordar a los discapacitados de mi país. Algunos se arrastraban por el suelo,
como reptiles humanos, sucios, lisiados y alcoholizados. Se pasaban todo el día
en el mismo lugar, por lo general en la puerta de una iglesia o en alguna
esquina, pidiendo limosna. Qué diferente era aquí. Sin lugar a dudas, Suecia
era fantástica.
Entré
al supermercado alegre y lleno de curiosidad. Había tantas cosas interesantes: caviar
en tubos de pasta dental, limones de plástico, pescado encurtido en frascos, pan
oscuro… Me divertía solo viendo los productos. No obstante, cuando llegué a la
caja sentí un poco de miedo, porque sabía que no entendería lo que dijera la
cajera. Aunque en realidad no importaba, pues podía leer las cifras en la
pantalla a la hora de pagar.
Mis
compras avanzaron sobre la banda: un pepino, seis huevos y un pan de caja. Cuando
la cajera habló, miré las cifras en la pantalla, pagué y pasé por la caja. Pero
entonces me di cuenta de algo: no había tomado una bolsa plástica. Así es que regresé
rápidamente a coger una. Y como sabía que las bolsas plásticas servían luego para
la basura, aproveché para agarrar dos más y las metí en la primera.
Cuando
levanté la vista quedé paralizado. Fue una sensación horrible. La cajera tenía
los ojos puestos en mí. La señora que estaba detrás de mí también me observaba.
Y los que estaban más lejos en la cola también me miraban. ¡Todos me miraban! Pasé
por la caja otra vez, pero ahora perseguido por esas ardientes miradas. No fue nada
fácil meter las compras en la bolsa. El pan estaba más cerca de la cajera que
de mí, el cartón de huevos se abrió, el pepino no quería entrar... Yo sentía la
cara caliente. ¿Por qué me miraban así? ¿Me veían raro? Cuando logré meter mis
cosas en la bolsa salí huyendo de ahí.